Cierto día un gran guerrero lo retó a un duelo. Este nunca había perdido una batalla tampoco, por eso todos lo conocían como altivo, altanero, prepotente, fanfarrón y además también se creía ser el dueño de todas las verdades.
Este joven guerrero era famoso por su falta de escrúpulos, tosquedad, egolatría y por usar la técnica de la provocación: esperaba que el adversario hiciera su primer movimiento y gracias a su inteligencia especialmente dedicada para captar los errores ajenos, se valía de estos para atacar implacablemente hasta ver a su víctima arrastrada y humillada pidiéndole perdón.
El samuray aceptó el duelo. Fueron todos a la plaza donde el joven empezó a provocar al sabio.
Le arrojó piedras, le escupió la cara y le gritó todos los insultos conocidos habidos y por haber, ofendiendo incluso a los ancestros del sabio.
Durante varias horas hizo todo lo posible para sacarlo de sus casillas, pero el sabio permaneció impasible.
Al final de la tarde el joven guerrero ya exhausto de no poder provocarlo, se retiró de la plaza arrastrándose del cansancio, con una gran impotencia.
Se sentía más débil y miserable que nunca, había desperdiciado toda su energía vital en su inútil intento de humillar al sabio.
Los alumnos del sabio samuray, decepcionados por el hecho de que su maestro aceptara tantos insultos y provocaciones, le preguntaron:
-¿Cómo ha podido soportar tanta indignación?
-¿Porqué no usó su espada para defenderse de los ataques?
-¿Por qué se mostró como un cobarde ante nosotros?
El viejo samuray repuso:
-Si alguien viene a ti con un regalo y no lo aceptas, ¿A quién pertenece el regalo?
-Por supuesto, a quien intentó regalarlo- respondieron sus discípulos.
-Pues lo mismo vale para los insultos, las ofensas, la falta de tacto y de respeto, así como con los comentarios injustos. Cuando no son aceptados, esos malos sentimientos continúan perteneciendo a quien los emite.
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