Érase una vez
un joven muchacho que quería ser el mejor arquero del mundo.
Se dirigió un
día al que se consideraba el mejor maestro arquero de su país, y le expresó su
deseo:
-Maestro,
quisiera ser el mejor arquero del mundo, ¿qué podría hacer? -preguntó el
joven-.
-Si quieres
ser el mejor arquero del mundo, debes alcanzar con una de tus flechas a la
Luna. Hasta ahora nadie lo ha conseguido. Tú serías el primero si lo lograras,
y al hacerlo, nadie cuestionaría que eres el mejor -respondió el maestro-.
De este modo,
el muchacho decidió seguir el consejo que le había sido dado. Preparó su arco y
sus flechas, y cada noche disparaba a la Luna que salía tras el horizonte del
mar. Cada noche, perseverante, sin faltar ninguna vez a su cita, fuera la Luna
llena, menguante, creciente, incluso cuando era nueva y apenas se adivinaba su
leve luz.
Los vecinos y
amigos se burlaban de él. “El loco de la Luna”, le llamaban. Pero él, ignorando
los insultos, provocaciones y ofensas, seguía cada noche en su empeño.
El caso es
que nadie sabe si en alguna ocasión alcanzó la Luna, pero su empeño y los
millones de disparos de flechas que realizó en su intento por alcanzarla
tuvieron un premio secundario: se convirtió, sin duda, en el mejor arquero del
mundo. Era imbatible, de noche, y por supuesto, a plena luz del día.
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