Eran dos hermanas que vivían en una hermosa casa. La una era una mujer coqueta que gustaba de ir bien vestida. La otra era una mujer reservada, gran aficionada a la lectura.
Contiguo a uno de los dormitorios de la casa había un amplio vestidor con dos grandes espejos, numerosos armarios, varias cajoneras y una caja fuerte repleta de joyas. Junto al comedor de la casa había una enorme biblioteca con las paredes cubiertas de estanterías, una mesa de estudio y una butaca junto a una ventana que daba a la calle.
Un día a la semana salían juntas de compras. Una buscaba las últimas novedades de la moda, la otra los últimos títulos publicados.
Una noche se produjo un gran incendio en la casa y las hermanas tuvieron que salir a toda prisa con lo puesto. Ya en la calle una se tapaba la cara llorando desconsolada y lamentándose por cada uno de los trajes que se estaban quemando. Y gritaba llena de dolor y rabia: “Qué gran desgracia, todo está perdido, si al menos hubiera tenido tiempo de sacar algo, ¡todo ha sido tan de repente!, mis preciosos vestidos ya son sólo cenizas. ¡Qué gran desgracia!
La otra contemplaba muda y ensimismada las tremendas llamas que se agitaban en la noche devorando toda la casa. Al cabo del rato, la primera agarró a su hermana del brazo y le dijo bañada en lágrimas: “Hermana, ¿cómo es que no lloras ni te lamentas? ¿Acaso no has perdido tú también tus libros?”. A lo que la otra le respondió: “Si lo pienso bien, en realidad, sólo he perdido el que compramos esta mañana”.
Extraído del libro "La maleta de oro", de María Jesús del Águila
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